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15 nov. 2021
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Larry Miller ocultó ese episodio, por el que cumplió una pena de cuatro años y medio, a lo largo de su meteórica carrera en el deporte. La familia de la víctima desconocía la identidad del asesino
A Edward David White, un muchacho negro de 18 años poco dado a meterse en líos, lo asesinaron en Filadelfia en 1965. Fue una noche de principios de otoño. Iba después del trabajo al encuentro de su novia, madre precoz de un niño de ocho meses y embarazada de su segunda hija. Un tipo de 16 años, borracho, acompañado por otros tres jóvenes y armado con un revólver del calibre 38, se cruzó fatalmente en su camino.
Le pegó un tiro en el pecho. Buscaba vengar a un miembro de su banda juvenil, asesinado unos días antes a puñaladas. White, sin antecedentes policiales, no tenía nada que ver con aquella muerte. Al asesino, que iba borracho, lo detuvieron esa misma noche y, dado que era menor de edad, le cayeron cuatro años y medio en un correccional para adolescentes.
Cuando salió, caminó durante algunos años más por el lado equivocado de la vida. Pasó otra temporada en la cárcel. Y a los treinta y tantos sentó la cabeza, estudió un máster en Administración de Empresas, dejó el barrio y se convirtió en Larry Miller, alto ejecutivo de Nike. Llegó a ser presidente del equipo de baloncesto Portland Trail Blazers y encargado de la explotación en la multinacional de la marca de Michael Jordan, de quien fue mano derecha en los negocios. Tiene 72 años.
Podría ser un ejemplar cuento moral americano, si no fuera porque en su prolongado camino de éxito siempre ocultó aquel cadáver en su taquilla
56 años después ha decidido ajustar cuentas con su pasado y contar su historia en unas memorias, Jump: My Secret Journey From the Streets to the Boardroom (Salta: mi viaje secreto de las calles a la sala de juntas), cuya publicación está prevista para enero. Antes, concedió en octubre una entrevista a Sports Illustrated, y este fin de semana, The New York Times ha reconstruido la historia desde el punto de vista de la familia del asesinado, para la que las últimas noticias han supuesto una amarga vuelta al pasado.
Les habría gustado, al menos, según han expresado al rotativo neoyorquino, haber sabido de antemano de la publicación del libro y sobre lo que este revelaba acerca del absurdo final de su ser querido. Se enteraron gracias a que el hijo, hoy un hombre de 56 años, leyó hace un par de semanas por casualidad en internet la entrevista en Sports Illustrated. Hasta entonces, solo sabía que a su padre lo habían asesinado en la esquina de la calle 53 con Locust. Nada más.
Miller no cita en las memorias el nombre de aquel cuya vida se llevó por delante, aunque escribe que “siempre llorará su pérdida”. También dice que no conocía a la víctima y que su muerte no se debió a otra cosa que al puro azar. Contarlo 56 años después, añade, le ha liberado de las pesadillas y las migrañas que le han perseguido durante más de medio siglo. En todo este tiempo mantuvo aquel episodio en secreto, sobre todo, después de ser rechazado en una entrevista de trabajo con una importante consultora cuando conocieron sus antecedentes. Desde entonces, optó por dedicar su vida a esa forma de la mentira que consiste en no decir toda la verdad.
Aquella noche de 1965, White, al verse encañonado, levantó las manos e intentó convencer a sus asaltantes de que no pertenecía a ninguna banda. Miller pagó por su crimen, pero la familia reclama ahora una disculpa, un porcentaje de las ventas del libro o que al menos en este, que aún no ha visto la luz, figure el nombre de White.
El episodio ha resonado con fuerza en Estados Unidos, un país sobre el que todavía se proyecta la sospecha de que en el momento de la muerte la raza determina, como demuestra este caso que sucedía hace medio siglo, cuánto importas al sistema.
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