‘Mi papito no merecía vivir ese infierno’: hija de Víctor Guaillas
Leticia Guaillas tiene 27 años. Ella es hija de Víctor Guaillas Gutama, de 50 años, defensor del agua y asesinado durante la última masacre carcelaria en la Penitenciaría del Litoral.
Ella cuenta su testimonio sobre el asesinato de su padre:
“En más de dos años a mi papito lo vimos una sola vez. Fue detenido en Molleturo (parroquia de Cuenca) en las protestas sociales de octubre del 2019. Lo acusaron de sabotaje. No entiendo bien eso, pero luchaba en defensa del agua y de la naturaleza.
El primero y único encuentro fue con mi madre (Adriana Sarmiento), cuatro meses después de la detención, por febrero. Le permitieron ingresar a la cárcel y esa visita fue dolorosa. Lo encontró triste y su cuerpo estaba totalmente marcado por golpes de castigo.
Lo azotaban para que comprometa a su familia a que entreguen dinero a cambio de no hacerle daño. Los dos castigos más terribles fueron cuando lo tuvieron aplastado en el piso y le halaron la lengua para que hable sobre el monto que ofrecería entregar.
En esa ocasión pagamos USD 300. Luego llegó la pandemia, se interrumpieron las visitas y no dejaban ingresar a mi mamita ni con la prueba de covid-19 negativa. Fuimos varias veces a rogar afuera de la cárcel, pero a nadie se le ablandó el corazón.
Luego nos golpeó la crisis económica. De allí mi papito nos llamaba al celular una vez a los 15 días o más, pagando USD 7 a uno de los reos que tenía teléfono, por un minuto de llamada.
Él estaba en el pabellón cuatro, pero nos pedía desesperado que pidamos el cambio porque estaba cansado de las extorsiones y castigos. Hacíamos pagos de entre USD 120 a 140 cada 15 días y no teníamos de donde sacar más dinero para evitar los castigos.
Somos una familia humilde que vivimos de la agricultura para sobrevivir. Mi padre era analfabeto, no sabía leer ni escribir y tenía una discapacidad auditiva. No entendía muchas cosas y cuando le sentenciaron por sabotaje se veía como perdido.
Con la ayuda de la Defensoría del Pueblo conseguimos su anhelo: el cambio al pabellón dos de transitorio, una semana antes de la masacre. La mañana del mismo viernes 12 (de noviembre) habló con mi hermana Cristina y le contó que llevaba tres días sin comer ni tomar agua, pero que estaba bien.
Esa medida la aplicaron como castigo por los disturbios registrados unos días antes en otros pabellones de la cárcel y pidió que el domingo (14 de noviembre) le depositemos USD 35 para el economato. Las conversaciones eran cortas, de menos de dos minutos.
No sabía manejar celular. A veces le ponían en video conferencia y apenas lo veíamos, se interrumpía la señal y no podía volver a marcar. Lo veíamos asustado, desesperado y contaba del miedo que sentía por los disparos y ataques permanentes.
Nos decía ‘mijitas anoche hubo balacera, pero gracias a Dios sigo vivo. No sé qué pasará en los próximos días y ojalá no lleguen a nuestro pabellón’. Contaba sobresaltado sobre los enfrentamientos, tiroteos, asesinatos e incendios.
Mi papito no merecía estar preso, vivir ese infierno ni haber estado revuelto con personas peligrosas. Era un hombre muy bueno, trabajador, honesto, dedicado a su familia y su única falta fue defender la naturaleza y participar en las protestas.
No mató ni robó a nadie y lo sabe el país. No merecía morir de esa manera. Ahora duele no tener su cuerpo y seguir buscándolo para darle sepultura. La Policía dice que su cadáver puede estar entre los mutilados o quemados y que por eso se complica la identificación
Además, que puede durar semanas porque deben hacer muchos análisis. Como familia seguimos esperando. Con mi mamita y mis hermanas andamos todos los días entre la cárcel, la morgue y el hospital esperando el milagro que esté entre los heridos, y todo eso agota”.