La violencia indiscriminada de los delincuentes deja secuelas en niños
Ya no juega en la calle que se convertía en cancha cada tarde. Tampoco se escucha el timbre en la casa de enfrente: esa travesura que lo delataba; ni se lo ve correr a la tienda en busca de golosinas. Parecía que Ronald, de apenas 10 años, intuía el peligro. “Cuando venía por helados o chupetes decía: ‘véndame rápido, porque tengo miedo que me estén siguiendo’ -recuerda una vecina-. Parece que sabía que alguien de su familia andaba en malos pasos”.
El 2 de abril fue la última vez que lo vieron. Esa noche, 12 balazos perforaron la puerta del hogar que compartía con su abuela, su mamá, sus hermanos menores y al que, ocasionalmente, llegaba un tío. “Se escuchó como una bomba -cuentan en esta zona del bloque 2 de Bastión Popular-, desde un carro dispararon sin saber si le dieron al que buscaban”.
Las balas hirieron su tórax y también a su abuela. Ambos están hospitalizados. Tres días después, el portal seguía cubierto de sangre.
La violencia en las calles deja en una encrucijada a niños como Ronald, que quedan atrapados en medio de ataques indiscriminados. La Policía los describe como “víctimas colaterales” y quienes sobreviven llevan heridas que con el tiempo pueden convertirse en secuelas difíciles de borrar.
En la sala de Emergencia del Hospital Icaza Bustamante han sido atendidos 55 niños por lesiones por arma de fuego en los últimos cuatro años. Patricia Parrales dirige el área y cuenta que en minutos los médicos luchan por contener hemorragias e intubarlos antes de las cirugías urgentes.
“Las heridas en tórax y abdomen son las más frecuentes -dice Parrales-. Solo en este año hasta marzo hemos recibido 15 pacientes, dos o tres con heridas en cráneo”.
La recuperación
El tratamiento es largo. Una lesión de abdomen puede terminar en la extracción de parte del intestino y los problemas neurológicos pueden causar convulsiones y afectar al desarrollo de áreas como el lenguaje y la motricidad.
La terapia física se complementa con la psicológica y la asesoría legal. Cuando reciben estos casos, los hospitales activan la guía de atención en violencia que ordena notificar a la Fiscalía, aunque algunos padres no lo hacen por miedo.
La familia recibe apoyo social para tratar de modificar el ambiente que rodeará al niño cuando vuelva a casa. Algunos, como Megan, no regresan. Ella no volvió al parque donde solía jugar en Dignidad Popular, en Las Malvinas (sur). Está junto a un puesto policial, frente al cual la niña de 3 años fue alcanzada por una bala.
El 23 de marzo salió con su mamá al negocio de empanadas de su abuela. Allí jugaba en la vereda cuando dispararon contra un local alquilado por un hombre que el año pasado salió de la cárcel.
“Era mi única nieta”, se lamenta su abuela materna. “Mi hija corrió para cargarla, pero la bala le había dado en su cabecita”.
La madre rogó para que un motociclista la llevara al Hospital Teodoro Maldonado Carbo, el más cercano. Fue estabilizada y trasladada al Francisco Icaza para la cirugía, pero no resistió; sufrió un paro cardiaco en el quirófano. “Ahora mi hija va cada día al cementerio a visitarla”.
Para la psicóloga Annabelle Arévalo, todo tipo de violencia deja secuelas: gritos repentinos, pesadillas, autolesiones y temor son rasgos de una experiencia traumática. También el impacto del duelo, cuando ven morir a sus padres.
“Pueden crecer con una sensación de desprotección y esa carencia tiene efectos a mediano y largo plazo. El resentimiento con la sociedad los puede llevar a incorporarse a grupos irregulares, como parte de una b”. Por eso el soporte psicológico es vital.
Naomi no paraba de llorar y gritar. No lo hacía por el dolor de la bala que lesionó su pie derecho, porque ni siquiera lo sentía; lo hacía al ver a su padre ensangrentado junto a su casa, en la Cooperativa Patria y Libertad del Guasmo.
No vivían juntos, pero una tarde lo llamó para almorzar. La niña de 14 años preparó el plato. “Llegaron caminando y dispararon más de 10 veces -cuenta un primo-. Ella salió corriendo y regresó cojeando”.
Un día después del ataque, su casa estaba cerrada. En el bloque 2 de Bastión Popular, donde vivía Ronald, también hay puertas con candados; apenas se asoman por las ventanas, el mes pasado ba alguien más. “Oramos reprendiendo todo espíritu de muerte y de sicariato -dice una mujer-. Y a los niños los tenemos encerrados, porque están muriendo sin culpa”. Ahora los pequeños solo juegan detrás de los cerramientos.